Los momentos representativos de la humanidad no son,
necesariamente, aquellos reconocidos por la historia. Son más simples y, al mismo
tiempo, determinantes ya que su misma existencia son condicionantes para
nuestra permanencia sobre el planeta.
Estos momentos no son, a pesar de su importancia, particularmente felices ni rebosan de heroísmo o abnegación, pero es imposible imaginar un mundo sin ellos.
Estos momentos no son, a pesar de su importancia, particularmente felices ni rebosan de heroísmo o abnegación, pero es imposible imaginar un mundo sin ellos.
Quizás el más consistente con nuestra humanidad sea el
momento del tropezón. Este momento tiene como característica el permitirnos
disfrutar tanto de la vergüenza que naturalmente surge al darnos cuenta que
nuestras ambiciones mas pretenciosas se desvanecen al carecer del control de
aquella única cosa que deberíamos manejar: nuestro cuerpo. Un tropezón no es caída,
se suele decir, lo que es una lástima. La caída nos permitiría, en rigor, la empatía
de nuestros congéneres aunque solo sea por el dolor físico, pero la carencia de
este sonoro desenlace nos deja solo con la indignidad.
El siguiente momento es uno compartido con el conjunto de la
humanidad. Se dice popularmente que “de los cuernos y de la muerte no se salva
nadie”, aunque en realidad compartimos además el nacimiento y ciertas
actividades biológicas relacionadas con fluidos y gases que se expulsan de
nuestro cuerpo. Hay una situación en particular que, aunque compartida y por
eso mismo conocida por todos, no se suele expresar por medio de cualquier método
de comunicación. Esto es la sensación de placer asociada y aparejada con la
posibilidad tardía de relajar los esfínteres.
Quizás sea la falta de popularidad de la fusión de los conceptos de placer y relajación esfintereana la razón por la
cual esto no se publicita, pero su existencia es innegable. El momento resulta
representativo porque la cultura dicta que el momento en si es una contradicción
a pesar de que la naturaleza, con gran tino, dispuso los lugares para realizar
ambas actividades apena a dos o tres dedos de distancia.
La humanidad con sus indignidades, vergüenzas y placeres está
destinada a las estrellas, a expandirse a través del cosmos.
Y a oler sus propios
gases en absoluto secreto.
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