Llueve otra vez y me fastidia demasiado.
No es el dolor de huesos ni la humedad en la ropa. No es mi irracional sensación de desamparo y peligro inminente ante cualquier pequeña tormenta (probablemente un trauma que me regalo el destino haciendo diluviar sobre mi humilde cuerpo y el de otros miles en la última y única visita de los Foo Figthers en la cancha de River) o el limpiaparabrisas que me funciona mal y me deja esa línea de agua dibujada que me enerva y me hace pensar en que debería volver al galeno mental.
Me fastidia porque me hace odiar a Manchester. O a Londres.
Arruina mis fantasías depresivas de un mundo signado por los días nublados, la tenue llovizna y algún tema de The Smiths o Housemartins escuchados en auriculares. Me la baja, como dice el piberío ahora.
Me fastidia porque me hace odiar a Manchester. O a Londres.
Arruina mis fantasías depresivas de un mundo signado por los días nublados, la tenue llovizna y algún tema de The Smiths o Housemartins escuchados en auriculares. Me la baja, como dice el piberío ahora.
Me hace darme cuenta que estoy viejo para el imaginario brit-pop de la peor manera. Es como encontrar a la piba esa que te gustaba demasiado cuando eras chico y darte cuenta que aun ahora, después de todo, todavía está fuera de tu liga.
La lluvia, según su duración, tiene ese mismo efecto sobre el mundo.
El chaparrón caudaloso o la lluvia de un día limpian el asfalto. Moja lo suficiente como para sorprender y arruinar o crear planes.
Si se extiende unos días el paraguas y la campera pierden su carácter de “de vez en cuando” y se convierten en molestias habituales. Las veredas ya no están limpias porque el agua deja de limpiar y ensucia. Los trapos de piso a la entrada de cualquier lugar resultan engorrosos, pero necesarios.
A la semana de lluvias el agua caída se encargó de derruir la calle. Los baches se agrandan, se llenan de agua y te hacen dejar medio tren delantero en cualquier lugar. Las baldosas, el agua y los pantalones tienen un historial record de tríos que ninguna estrella porno filipina podrá alcanzar. Los recaudos de limpieza y sequedad ya no se toman y todos los pisos se convierten en un heterogéneo muestrario de huellas húmedas y sucias.
Cuando llueve demasiado tiempo el mundo se vuelve pegajoso, molesto. El mundo se vuelve real y rutinario.
La lluvia pierde ese aspecto de excepcionalidad que me permite fantasear con algún escape de la matrix diaria. Ya no puedo decir “como llueve, eh?” a cualquiera y no merecer la pena de muerte social (y el deseo de una en el marco de lo real). Ya no puedo ignorar la necesidad de previsión (aunque sea tener un paraguas a mano) durante el día y ese pequeño margen de utopía antirutinaria desaparece. Ya no puedo llegar empapado a casa y ponerle cara de pollito mojado a mi compañía habitual (con practica y alguna clase de teatro eso suele terminar en tecito/sopa y sexo bajo las frazadas).
El chaparrón caudaloso o la lluvia de un día limpian el asfalto. Moja lo suficiente como para sorprender y arruinar o crear planes.
Si se extiende unos días el paraguas y la campera pierden su carácter de “de vez en cuando” y se convierten en molestias habituales. Las veredas ya no están limpias porque el agua deja de limpiar y ensucia. Los trapos de piso a la entrada de cualquier lugar resultan engorrosos, pero necesarios.
A la semana de lluvias el agua caída se encargó de derruir la calle. Los baches se agrandan, se llenan de agua y te hacen dejar medio tren delantero en cualquier lugar. Las baldosas, el agua y los pantalones tienen un historial record de tríos que ninguna estrella porno filipina podrá alcanzar. Los recaudos de limpieza y sequedad ya no se toman y todos los pisos se convierten en un heterogéneo muestrario de huellas húmedas y sucias.
Cuando llueve demasiado tiempo el mundo se vuelve pegajoso, molesto. El mundo se vuelve real y rutinario.
La lluvia pierde ese aspecto de excepcionalidad que me permite fantasear con algún escape de la matrix diaria. Ya no puedo decir “como llueve, eh?” a cualquiera y no merecer la pena de muerte social (y el deseo de una en el marco de lo real). Ya no puedo ignorar la necesidad de previsión (aunque sea tener un paraguas a mano) durante el día y ese pequeño margen de utopía antirutinaria desaparece. Ya no puedo llegar empapado a casa y ponerle cara de pollito mojado a mi compañía habitual (con practica y alguna clase de teatro eso suele terminar en tecito/sopa y sexo bajo las frazadas).
La fantasía se acabó y me hinchó las bolas. Y si vuelvo a escuchar otra canción deprimente sobre novias en coma o cualquier otra experiencia anglosajona de deleite depresivo juro abrazar la herencia musical del barrio y hundirme hasta la medula en cumbias y centroamericanismos que son tan artificiales como los británicos, pero por lo menos tienen más minas que están buenas. Y no se mueren en las canciones.
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