lunes, 3 de septiembre de 2012

La Larga Marcha

Los lunes son especiales.
Es el día de comienzo de La Larga Marcha. Es cuando la rutina nomenclada por una convención (convención de convencional, squares que todos somos, hasta la rebeldía en si, programada para existir) da lugar al comienzo de la semana.
La Larga Marcha es algo para lo que nos preparamos toda la vida. Tal cual como en una maratón, nos entrenamos para poder soportar el tránsito a través de ella, y como en dicha disciplina deportiva, no todos logran terminarla.
Los laureles no son para los ganadores, ni para los preparadores, ni para los espectadores. Los laureles son para los que no participan, por decisión o por fracaso.
Todos nosotros, los que la protagonizamos (o nos gusta creer que lo hacemos), largamos a distinto tiempo o a destiempo, pero el objetivo es el mismo. Las rutas son independientes y a veces se cruzan: es entonces cuando se reconocen a los compañeros momentáneos de ruta, aquellos que como yo se sientan en sus autos con destino predefinido y movimientos de autómatas.
El sol naciente, golpeando fuerte en los ojos y el obligatorio pestañeo nos iguala, y el viejo objeto de esperanza, aquel que defiende la singularidad y subjetividad de cada uno, pero la igualdad de todos vuelve a mi mente y me fuerza a volver al mundo real donde las cosas importan.
En La Larga Marcha todo importa pero el final es el mismo. Y en la línea de llegada no hay laureles para nadie, ni para los que la recorrieron ni para los que se mantuvieron aparte. Porque los laureles no existen, ni la marcha, ni los competidores. Porque los recuerdos son efímeros y su importancia se maximiza a medida que las neuronas se apagan. Porque no hay Larga Marcha, pero si Camino. Y el recorrido conforma (de dar forma y de conformarse con ella) lo importante y los laureles.

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